El Teatro Real lamenta profundamente el fallecimiento del tenor Pedro Lavirgen

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El Teatro Real ha recibido con mucha tristeza la noticia del fallecimiento de Pedro Lavirgen (Bujalance, Córdoba, 1930), a los 92 años, este fin de semana.

Lavirgen no pudo interpretar en el Teatro Real a los grandes personajes que lo encumbraron porque el apogeo de su brillante carrera transcurrió durante el período en el que el coliseo de la Plaza de Oriente fue sala de conciertos y las óperas se representaban en el vecino Teatro de la Zarzuela.

El Teatro Real lamenta profundamente el fallecimiento del tenor Pedro Lavirgen | Toda la Música
Hugo de Ana (director de escena, escenógrafo y figurinista) / Pedro Lavirgen (tenor dedicatario de las funciones de Aida) / Nicola Luisotti (director musical)

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Pero en 2018  el Real le dedicó las funciones de Aida (con dirección musical de Nicola Luisotti y puesta en escena de Hugo de Ana), homenajeando a uno de los más grandes intérpretes de Radamés en nuestro país. Entonces el tenor ocupó un lugar protagonista en la rueda de prensa de presentación de la ópera, recordando su larga carrera, llena de éxitos y anécdotas y en la que tuvo siempre el cariño del público y de sus compañeros.

La próxima actuación lírica en la Carroza del Teatro Real, el 12 de abril, a las 19:30 horas, en Córdoba -con la soprano Sonia Suárez, la mezzosoprano Alejandra Acuña, el barítono Willingerd Giménez y la pianista Cristina Sánz, estará dedicada a la memoria del gran tenor.

Adjuntamos el texto de Joan Matabosch publicado en el programa de mano de Aida y las fotos de la rueda de prensa del 28 de febrero de 2018.

Regresa Aida, en homenaje a Pedro Lavirgen

Joan Matabosch

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Joan Matabosch – © A. Bofill

En una época marcadamente materialista, en la que el positivismo filosófico, los éxitos científicos, los movimientos sociales de raíz socialista, el realismo y el naturalismo en las bellas artes y en la literatura resumían el signo de los nuevos tiempos, Aida surge como un vestigio del último romanticismo.

Este aliento de otra época estaba, sin embargo, perfectamente compensado por la elección del espacio histórico de la acción dramática, el Egipto de los faraones, cuya fascinación cotizaba al alza. La coincidencia de su composición con el descubrimiento arqueológico de la civilización faraónica favoreció la obsesión de que el Egipto de Aida debía ser tan fidedigno como fuera posible. Aquel espacio del drama que para los románticos tenía un valor instrumental –era el espejo en el que se expresaba la emoción– acabó convirtiéndose en el objetivo mismo de la representación.

Un disparate, fomentado por la voluntad del jedive de Egipto de encargar una ópera inspirada en su país que diera a conocer internacionalmente la nueva Ópera de El Cairo; por la mediación del prestigioso egiptólogo francés Auguste Mariette, a quien habían encargado diseñar un argumento inspirado en la supuesta costumbre de los antiguos egipcios de enterrar vivos a los traidores a la patria; por la extravagante egyptierie que invadió el diseño, la arquitectura, la moda femenina, el mobiliario burgués e incluso los servicios de mesa de las grandes mansiones; y también por la voluntad del propio Verdi de dotar a la obra de un pintoresco color local cuyo mejor ejemplo serían las trompetas que el compositor haría construir para la marcha triunfal del segundo acto, instrumentos largos y rectos de sonido estridente, alejados de las trompetas habituales de las orquestas del siglo XIX. El resultado es lo que Ramon Pla denomina «un buen ejemplo de arte “pompier”. Es decir, ese tipo de arte que quiere ser brillante y que seguía esquemas historicistas y retóricos del romanticismo en plena época realista».

Pero este Verdi de la madurez es demasiado excepcional para que el kitsch y las carnavaladas decadentes en las que tan frecuentemente se han convertido las puestas en escena de Aida puedan vencerlo. Incluso la marcha triunfal, el fragmento estelar de los discos publicitados –ironizaba Terenci Moix– como «música clásica para los que odian la música clásica» dista mucho de ser una mera exhibición de vacuo colosalismo escénico.

«Esa confluencia de los fastos de la realeza, el clero, la milicia y las ambiciones de Radamès, todo ello en contraposición al lamento de los vencidos y la furiosa irrupción de Amonasro, león acorralado cuyos rugidos llegan a imponerse al pleito sentimental de Amneris y Aida –escribió Moix–, resulta profundamente emocionante», mucho más allá de aquel barniz «pompier» que tampoco se puede negar.

Para Wieland Wagner Aida expone cómo el poder religioso, en su fanatismo inmisericorde, frena la libertad, la conciliación y el amor. Y es que, en su esencia, Aida es una obra sobre un amor que es más poderoso que el odio entre los pueblos, el conflicto entre convicciones religiosas incompatibles, las diferencias sociales e incluso las traiciones.

Un amor tan sólido como el muro que impide su consumación. Es un drama íntimo sobre un amor sacrificado a los intereses del poder, desarrollado, eso sí, en un contexto que evoca el esplendor de una civilización de la que se estaba descubriendo un legado indescifrable, supersticioso, ritual y espectacular.

La grandeza de Verdi consiste en no integrar los dos planos individual y colectivo de la obra, sino en simplemente superponerlos. Más allá de esas escenas de masas tan fáciles de caricaturizar, hay que insistir que esta es una obra que expresa el amor, los celos, la nostalgia y la humillación de unos personajes encerrados en alcobas, en parajes clandestinos, en la oscuridad de la noche o entre las piedras de la propia tumba. En los claroscuros de esos espacios íntimos reside la auténtica grandeza de la obra.

Pero está la aparatosidad de todo lo demás, y no es extraño que, por un motivo y por el otro, Aida se haya convertido en la ópera más popular de la lírica italiana. Su regreso al Teatro Real después de veinte años es un auténtico acontecimiento y, también, un autohomenaje de la institución a uno de los espectáculos más impresionantes de las primeras temporadas de aquel Real recién reconvertido en teatro de ópera. La recordada puesta en escena de Hugo de Ana ha sido readaptada por el propio director de escena, escenógrafo y figurinista con el objetivo de convertirla en una brillante producción de repertorio.

Además, Aida ha sido, desde luego, el caballo de batalla de las grandes voces verdianas de todas las generaciones. Por eso tiene todo el sentido del mundo dedicar estas funciones de Aida a Pedro Lavirgen, uno de los tenores españoles más extraordinarios de su generación y uno de los mejores intérpretes del rol de Radamès.

Lavirgen fue, desde finales de los años 1960 hasta 1980, uno de los mejores defensores del repertorio más duro de la cuerda de tenor y figura esencial en las temporadas de los teatros españoles de la época. Cantó Aida en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona en la temporada 1967-1968 y en la 1970-1971 junto a Ángeles Gulín.

En Madrid cantó Cavalleria rusticana (1965), Tosca (1968), Carmen (1973), Pagliacci (1974), La forza del destino (1977), Norma (1978), Macbeth (1980) y Simon Boccanegra (1982), casi siempre en el Teatro de la Zarzuela, donde se celebraban las temporadas operísticas madrileñas antes de la reapertura del Teatro Real.

Madrid tiene una deuda de gratitud con este artista extraordinario que, desde luego, no va a paliar el hecho de que el Teatro Real le dedique el acontecimiento de volver a acoger en su escenario una de las óperas a las que más ligada estuvo su impresionante carrera artística.

Joan Matabosch es director artístico del Teatro Real

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