El Teatro Real recupera la ópera Aquiles en Esciros, 275 años después de su estreno en Madrid

El nacimiento de un héroe

Se ofrecerán 8 funciones de la ópera, entre el 17 y el 27 de marzo, en una nueva producción del Teatro Real, que reafirma su compromiso con la recuperación del patrimonio lírico español.

Sobre el contexto histórico

En la Europa del siglo XVIII las guerras religiosas habían dado paso a las contiendas puramente territoriales, con constantes tratados, alianzas y pactos, muchos de ellos sellados con matrimonios reales.

En este contexto se enmarca la boda de la infanta María Teresa Rafaela de España ─hija de Felipe V e Isabel de Farnesio─ con el delfín Luis de Francia, hijo de Luis XV, que se celebró por poderes en Madrid, el 18 de diciembre de 1744, y en persona en Versalles, el 23 de febrero de 1745, y con la que se pretendía apaciguar las tensas de relaciones entre ambos países.

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Mariame Clément (directora de escena)

Del 17 al 27 de marzo a las 20:00hs | Teatro Real

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Para celebrar el enlace de los futuros reyes de Francia ─que finalmente no reinarían por la prematura muerte de ambos─ se estrenaron dos obras: Achille in Sciro (Aquiles en Esciros), de Francesco Corselli el 8 de diciembre de 1744, en el Coliseo del Palacio del Buen Retiro de Madrid, abriendo los festejos de la boda, en presencia de la infanta y de los reyes de España, antes de que la joven partiera para Francia; y Platée (Platea), de Jean-Philippe Rameau, presentada en la Grand Écurie de Versalles un mes después del enlace ante la familia real francesa.

Un año después de los fastos de esta boda, fallecía en París la infanta española como consecuencia del parto de una niña que moriría a los 2 años. El delfín de Francia le sobreviviría casi 20 años, junto a su segunda esposa, aunque murió de tuberculosis antes de llegar a reinar.

Aquiles en Esciros se verá por segunda vez en Madrid, 275 años después de su estreno, pero hoy sabemos que el enlace que se celebraba no tuvo el final feliz que corona la ópera.

Sobre Francesco Corselli / 1705-1778

Francesco Corselli, natural de Piacenza e hijo de Charles Courcelle, maestro de baile francés de Isabel de Farnesio en Parma, se formó y consagró como compositor en Parma y Venecia, donde estrenó sus dos primeras óperas.

En 1733 vino a España, desempeñando años más tarde el cargo de maestro de la Capilla Real durante cuatro décadas. Su notoria influencia italiana en la vida cortesana se vio reforzada por la presencia del célebre castrato Farinelli (1705-1782), excelso cantante y consejero musical de los reyes a lo largo de los más de 20 años que residió en Madrid.

La producción de Corselli, con un notable catálogo de obras mayoritariamente religiosas, acompaña la evolución del barroco musical europeo de mediados del siglo XVIII, ya tardío y sobrio, hasta entroncar con el clasicismo.

De sus seis óperas conocidas, dos tienen, como Aquiles en Esciros, libreto de Pietro Metastasio (1698-1782), gran amigo de Farinelli que, según el musicólogo Álvaro Torrente, habría intervenido en los contactos con el libretista, la selección de intérpretes y otros detalles relativos a la producción de la ópera.

Pietro Metastasio escribió 27 libretos de ópera sobre los que se compusieron cerca de 900 partituras a lo largo del siglo XVIII. El de Aquiles en Esciros fue redactado en 1736, en apenas 18 días, para celebrar los esponsales de María Teresa de Austria, con música del compositor Antonio Caldara. El mismo libreto sería utilizado en otras 38 óperas, casi todas, como la de Francesco Corselli, caídas en el olvido.

Achille in Sciro, de Francesco Corselli

Entre paréntesis, las tesituras de los intérpretes en la producción del Teatro Real.

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La ópera narra el jugoso episodio de la vida de Aquiles (Achile, contratenor, tesitura de soprano), en el que su madre, Tetis, decide enviarlo a la isla de Esciros para evitar que el valiente e impulsivo joven participe en la guerra de Troya, donde, según el oráculo, perderá la vida.

Con la complicidad y vigilancia del viejo Nearco (tenor) y la ayuda incauta del rey Licomedes (Licomede, bajo), Aquiles se oculta entre sus hijas disfrazado de mujer con el nombre de Pirra, lo que le permite conocer y disfrutar, incógnito, del encanto y placeres de la juventud femenina.

En ese juego erótico y camaleónico de travestismo esconde su secreta relación amorosa con Deidamia (soprano), hija de Licomedes, destinada a desposar al joven Teagene (soprano), que a su vez está enamorado de Pirra / Aquiles.

En medio de estos hilarantes enredos, cuya ambigüedad sexual es acentuada por las tesituras, también travestidas, de los cantantes, llega a la isla el poderoso Ulises (Ulisse, contratenor, tesitura de mezzosoprano), advertido ya de la situación y decidido a rescatar a Aquiles para capitanear el ejército griego.

Conociendo su ímpetu guerrero e intempestivo, utiliza todas las artimañas para seducirlo: pronuncia un elocuente discurso en el que apela a la heroica defensa de Grecia, ofrece regalos a las hijas del rey ocultando una espada para Aquiles y simula un falso ataque a la isla que despierta, finalmente, el brío del futuro héroe de la epopeya.

A partir de ese momento la ópera adquiere su carácter épico de opera seria y Aquiles deja la fogosidad juvenil y se debate, hasta el final de la obra, con las grandes cuestiones éticas que subyacen en el mito:

─ ¿Una vida corta con gloria o larga sin ella?
─ ¿El amor bienaventurado o la lucha por un ideal?
─ ¿La inmortalidad en el Edén o la muerte heroica como un hombre?

Nota de prensa completa

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Dossier de prensa

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Abandonar el Gineceo

Un texto de Joan Matabosch

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El núcleo del mito de Aquiles se refiere a la empresa, común a todos los hombres en todo tiempo y en las sucesivas etapas de sus vidas, empresa permanente y nunca totalmente acabada, de aceptación auténtica de la condición mortal del ser humano”.

Aquiles en el Gineceo o Aprender a ser mortal, de Javier Gomá

Un oráculo ha aconsejado a la madre de Aquiles que haga todo lo posible por evitar que su hijo se afilie a los combatientes de la guerra de Troya porque de lo contrario perderá su estatus inmortal y morirá, eso sí, heroicamente. A la madre le importa poco el posible destino heroico de su hijo y le preocupa exclusivamente preservar su vida. Por eso lo esconde discretamente en la isla de Esciros vestido de mujer, bajo el nombre de Pirra, confundido entre las alegres doncellas de la corte del rey Licomede, convencida de que así nadie lo va a encontrar. Los juegos íntimos de las doncellas en los que, desde luego, el inocente impostor participa muy activamente han acabado por provocar que esa tal Pirra (es decir, Aquiles) se enamore de Deidamia, la hija del rey Licomede, quien ha prometido a su hija al principe Teagene, quien a su vez -en uno de esos clásicos enredos “double entendre” característicos del barroco- está lejos de estar enamorado de su novia porque por quien siente una pujante atracción es por su amiga del alma, la misteriosa Pirra que la acompaña siempre y que le tiene el seso absorbido hasta el punto de llegar a hacerle incómodas proposiciones no siempre honorables. Así, resulta que el príncipe, que interpreta una mujer porque el rol de Teagene está concebido en su tesitura para que no lo pueda cantar un hombre, se enamora del héroe disfrazado de mujer, que en realidad es un hombre. Se mire por donde se mire, no hay manera de escapar al equívoco homoerótico, a la transgresora ambigüedad de las identidades sexuales decididas por los creadores de la obra, que desde luego tenían que contar con la complicidad de un público ilustrado, culto, que se podía permitir esta mirada irónica, sensual, lúbrica y hasta casi en la frontera de lo obsceno sobre la rigidez de sus propias normas sociales, morales y cortesanas.

Así las cosas, Ulises llega a Esciros al frente de una delegación griega que busca desesperadamente a Aquiles porque otro oráculo -tras el primero que había llevado a la madre a esconder a su hijo- ha asegurado que sin él es imposible la victoria en la guerra de Troya. Ulises busca a Aquiles por todos los rincones de la isla, pero no logra dar con él porque lo que ni se le pasa por la cabeza es que el futuro héroe legendario, cuya testosterona haría temblar la tierra, pueda resultar ser una de esas jovenzuelas ingenuas que corretean por la isla, concretamente la que todos llaman Pirra, que canta admirablemente canciones amorosas acompañándose con una cítara y que todos creen realmente una virtuosa doncella. Todos salvo, seguramente, Deidamia, que en el cuadro de Rubens y su discípulo Van Dyck del Museo del Prado que reúne los mismos personajes se muestra con una preñez avanzada que lleva a dudar de la inocencia de algunos de los juegos de las niñas y de que Deidamia esté realmente confundida respecto a la verdadera identidad de Pirra. Aunque, desde luego, resulta más que comprensible que lo que le convenga sea correr un tupido velo sobre el asunto.

La estrategia de Ulises para desenmascarar a Aquiles va a surtir el efecto deseado, para desesperación de Deidamia. Ante el falso ataque al palacio real de unos enemigos inventados con “grande strepito d’armi e di stromenti militari”, Ulises encuentra la excusa que necesitaba para exhibir su majestuoso arsenal militar, unos rotundos atributos bélicos que despiertan en Pirra una súbita explosión de virilidad que acaba por asomar entre los velos de la falda y el delicado corsé. Hasta que no hay manera de que pueda dejar de reconocer de quien se trata realmente. Despojado de sus ropajes femeninos y revelada su identidad con embarazosa contundencia, Aquiles se une finalmente a la flota griega de Ulises para conquistar Troya, donde pronto se pondrá de manifiesto lo certero de la predicción del oráculo y, en efecto, morirá heroicamente.

Detrás de una trama típicamente barroca de identidades sexuales cruzadas, ambigüedad en el género de los personajes y sus tipologías vocales y un punto de sal gruesa picante “ma non troppo” característico de la época, late en la obra un conflicto filosófico que ha sido desarrollado por Javier Gomá en su obra “Aquiles en el gineceo”, una de las entregas de su imprescindible tetralogía de la ejemplaridad: “escondido entre las doncellas como una más de ellas, el futuro héroe pasó los años de su adolescencia meditando sobre su extraño destino: una vida corta con gloria o larga sin ella; permanecer en Esciros para siempre, quizá sin una personalidad definida, sin nombre, sin hazañas y sin fama, más bien cuidando de no destacar en nada para no ser descubierto, insolidario con la causa de los griegos, pero con larga vida o aun eterno como un dios; o bien salir del gineceo, ir a Troya, pelear contra los bárbaros asiáticos, contribuir decisivamente a la victoria, descollar entre los demás héroes griegos y merecer gran gloria, pero morir, como un hombre más, y además morir joven, en la primavera de la vida”.

El dilema que padece Aquiles es, en realidad, el que “todo hombre experimenta en cierto momento de su vida (…) la elección acuciante y nunca totalmente resuelta entre la tendencia de cada ente individual a perseverar en su propio ser (…) y la decisión de integrarse en la polis ejecutando una acción útil. Ese dilema común a todos los hombres -continua Gomá- es el que Aquiles soporta en un grado máximo de tensión cuando se debate entre dos posibilidades supremas: ser dios inmortal en Esciros o el mejor de los mortales en Troya”. Es decir, entre prolongar la adolescencia apartado en su gineceo o compartir el destino común de los hombres, responsable, heroico y mortal.

Este era también el tema de “La flauta mágica” de Mozart cuando Tamino se debatía ante el reto de asumir su propia responsabilidad como hombre adulto, entre seguir siendo alguien que se limitaba a reaccionar ante los impulsos primarios de comer, beber y reproducirse, como Papageno, o dar el paso de conocer y de asumir principios y sentimientos espirituales. Este era también el dilema de Brünnhilde en La valquiria, originariamente una semidiosa inmortal que va a acabar tomando la decisión de unirse a los hombres. Opta por ser humana y por ser mortal, como Aquiles al abandonar el gineceo, diciendo adiós a la adolescencia y uniéndose a los griegos que van a luchar contra los troyanos.

Este va a ser también el tema nuclear de la próxima ópera de la temporada del Teatro Real, Lear, de Aribert Reimann. Un soberano que ha vivido en una especie de gineceo, ajeno a la realidad y poseído por el orgullo irresponsable de un adolescente que se niega a crecer.

Será la imprudencia de exigir la adulación de sus dos hijas mayores y de actuar en función de las vacuas lisonjas que le profesan, lo que llevará al rey Lear a darse de bruces con la realidad, con la verdadera cara del destino humano, ya abandonado ese gineceo de la irresponsabilidad que pueden permitirse los adolescentes y los poderosos. Incluso la protagonista de La pasajera de Weinberg, que llegará al Teatro Real en junio, merece formar parte de la misma lista. También ella, Liese, se ha instalado cómodamente en un gineceo para intentar evitar tener que asumir su propia responsabilidad en las atrocidades en las que ha participado durante el holocausto.

Finalmente resulta que Aquiles (Achille in Sciro, de Corselli), Tamino (La flauta mágica, de Mozart), Brünnhilde (La valquiria, de Wagner), Lear (Lear, de Reimann) y Liese (La pasajera, de Weimberg) nos acaban explicando lo mismo: a pesar de tener que sufrir y que morir, vale la pena salir del gineceo y asumir la responsabilidad de ser un hombre o una mujer. Dejar atrás el caparazón protector frente al mundo y enfrentarse a él, atreverse a mirar al mundo a la cara con sentido del deber, es decir, renunciar a la protección de la condición divina y optar por lo humano. Trascender la tranquila existencia de lo material y aspirar a lo espiritual.

Joan Matabosch es director artístico del Teatro Real

NdeP – Teatro Real – Dpto. de Prensa / Press Office

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