Stradivarius, la historia del mejor violín del mundo. Tras el rastro del genio

Instrumentos irrepetibles e iconos de incalculable valor

Cremona, norte de Italia. Año 1657. Un joven cremonense llamado Antonio Stradivari es admitido como aprendiz de luthier en el taller de Nicola Amati. Quiere iniciarse en el oficio que ha dado fama a la ciudad por la pericia de sus artesanos bajo la supervisión de un maestro que ya estaba más que consagrado por aquel entonces, puesto que había contribuido en gran medida a mejorar la tradición instaurada por su abuelo, el gran Andrea Amati. Éste, a su vez, se había labrado un nombre reconocido en toda Europa gracias a los soberbios violines que salían de su taller desde mediados del siglo XVI, cuando Cremona no era más que otra ciudad italiana repleta de palacios renacentistas en torno a su glorioso Duomo del siglo XII.

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A Amati se debe el mérito de haber logrado el diseño del violín moderno, un modelo imitado hasta la saciedad, así que no hay duda de que el talento de Stradivari fue a caer en las mejores manos. No se sabe mucho de aquel periodo de su formación, pero resulta obvio que Nicola Amati se esmeró en enseñar a su discípulo todo cuanto sabía sobre la elaboración de instrumentos, incluyendo los secretos más valiosos que había recibido de sus antepasados, tales como la receta para conseguir la mezcla adecuada del barniz, el toque de gracia con el que el luthier se la juega a todo o nada.

Seguramente ya desde el primer momento, Nicola supo calibrar la importancia de su tarea, que consistía ni más ni menos que en moldear el talento bruto de un genio sin igual que no tardaría mucho en desbancarle a él y en eclipsar al resto de los artesanos de la época. Por descontado, también a los venideros. De hecho, se tiene constancia de que en poco tiempo, Stradivari quien compartió sus años de pupilo con Andrea Guarnieri, otro de los más excepcionales luthiers de la historia, ya tenía los conocimientos necesarios para establecerse por su cuenta y una destreza divina que le reportaría el sólido prestigio del que gozó incluso en vida.

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Cuando en 1684 murió el maestro Nicola Amati, el alumno aventajado heredó sus herramientas, modelos y formas, aunque únicamente significaron para él la plataforma desde la que despegar hasta alcanzar el olimpo de los luthiers. Tal es el grado de perfección que logró Stradivari en el proceso de construcción de instrumentos de cuerda que hasta la fecha ni siquiera las más modernas tecnologías han conseguido superarla.

Teniendo en cuenta cómo eran las reglas del gremio de luthiers de la escuela cremonense, durante aquellos primeros años a Stradivari únicamente se le permitiría trabajar en las últimas etapas de la construcción de los instrumentos. Por eso, el violín más antiguo del que se sabe con certeza que pasó por sus manos data de 1666 y es prácticamente la única pieza en la que especificaba ser alumno de Amati. De ahí en adelante, una vez que se consideró capaz de firmar sus propias creaciones, lo primero que hizo fue latinizar su apellido para hacerlo más universal y dotarlo de cierto prestigio. Y es con esa inscripción que reza Antonius Stradivaris Cremonensis Feciebat Anno… que se han ido pasando de unos propietarios a otros según los diversos avatares determinados a lo largo de más de dos siglos.

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Por supuesto, los años y los acontecimientos han hecho mella en muchas piezas, aunque de todas formas su valor se ha ido multiplicando en progresión geométrica. Después de todo, el balance es más que positivo: actualmente unos 600 afortunados comparten el privilegio de poseer los instrumentos que han sobrevivido hasta nuestros días del total de 1.200 que se calcula que pudo producir Stradivari a lo largo de su longeva vida, a razón de 24 por año contando para ello con al menos tres ayudantes. Algunos han llegado a ser tan famosos que tienen nombres especiales como el Stradivarius Dancla 1710, que ha brillado en manos del violinista Nathan Milstein; el Parke 1711, el favorito de Fritz Kreisler o el Delfin 1714, que perteneció al incomparable Jascha Heifetz.

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Obras de arte

Como ocurre con las obras de arte, un Stradivarius es un Stradivarius de la misma manera que un Picasso es un Picasso. En este mercado, las creaciones de los más grandes cotizan al alza y por eso el precio de un Stradivarius auténtico es difícil de precisar, pero con toda seguridad no es inferior al millón y medio de euros, mientras que un violín de los que se construyen hoy en día en Cremona cuesta entre los 6.000 y los 12.000 euros y, por muy excepcional que sea, no tiene por qué superar los 30.000.

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Scuola Internazionale di Liuteria de Cremona

Técnicamente, un violín es un cuerpo hueco de 90 piezas que no debe pesar más de 280 gramos. Para su construcción se emplean madera de arce, de pino y de palisandro. Las medidas y todos los detalles del proceso de elaboración a estas alturas están perfectamente definidos y apenas hay lugar para florituras. Sin embargo, ni siquiera sirviéndose de las técnicas más avanzadas, nadie ha sido capaz de construir un violín que suene igual que un Stradivarius. Entonces cabe preguntarse qué es lo que hizo Stradivari.

El Mesías de Antonio Stradivari

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The Messiah Violin, by Stradivari

Detalles de El Mesías

El Mesías, apodado Le Messie (Mesías, en francés), permaneció en el taller de Antonio Stradivari hasta su fallecimiento, acaecido en 1737. Después su hijo Paolo lo vendió al Conde de Cozio de Salabue, el año 1775. Durante un tiempo llevó el nombre Salabue.

En el año 1827 lo compró Luigi Tarisio. Tras la muerte de éste lo adquirió el laudero parisino Jean Baptiste Vuillaume, junto con toda la colección de Tarisio.

Una vez Tarisio estaba contando a Villaume las maravillas de su desconocido y maravilloso instrumento, cuando el violinista Jean-Delphin Alard, yerno de Villaume, exclamó: «Entonces tu violín es como el Mesías de los judíos: siempre se le está esperando, pero nunca aparece».​ De esa manera el violín quedó bautizado con el nombre por el cual se le conoce actualmente.​

El Mesías fue legado por la familia Hill (W. E. Hill & Sons) al Museo Ashmolean, de Oxford (Inglaterra), para su conservación «para futuros fabricantes de violines, para que aprendieran de él».​ El donante puso como condición al museo su deseo de que nunca permitiera que se tocara música con tan preciado instrumento.

El violín está como nuevo, ya que apenas se ha tocado con él. Debido al condicionante del legado de Hill se ha cuestionado el potencial tonal del instrumento. Sin embargo lo tocó el famoso violinista Joseph Joachim, quien, en una carta de 1891 al entonces propietario del El Mesías, Robert Crawford, afirma que la combinación de dulzura y esplendor del sonido le causó gran impresión.​ Nathan Milstein pudo tocarlo en la tienda de Hill antes de 1940. Lo describió como una experiencia inolvidable. Es uno de los Stradivarius más valiosos.

Para muchos el valor de su aportación reside en haber sido capaz de plasmar las medidas ideales del violonchelo y haberlo dotado de una belleza y pureza de líneas inauditas, una pureza que luego trasladó a los violines. El éxito total se lo dio la fabulosa sonoridad que consiguió arrancarles y que los caracteriza a todos aunque, según los expertos, ningún Stradivarius tiene la misma voz que otro. Cómo lo logró el maestro sigue siendo un misterio al que no faltan notas de leyenda. Todavía se está investigando si es cierto que a mediados del siglo XVII las condiciones climáticas propiciaron que los árboles en Europa crecieran menos y por tanto la madera tuviese unos nudos más gruesos y particularidades únicas que repercutieron en los la calidad de los instrumentos.

La teoría que más crédito ha obtenido hasta el momento es la que dice que el secreto está en la fórmula del barniz a base de resinas que aplicaba a sus violines, e incluso algunos se atreven a elucubrar y afirman que el ingrediente desconocido es en realidad la llamada “sangre de dragón”, una sustancia densa y roja que se obtiene de las palmeras malayas y cuya receta Stradivari tenía apuntada en la tapa de una biblia, desgraciadamente desaparecida. Hay quien habla también de simples insecticidas contra las termitas o de la importancia del proceso previo de tratamiento de la madera con agua, mediante el cual conseguía dilatar sus poros y que absorbiesen mayor cantidad de barniz. Exotismos aparte, de lo que no hay duda es de que perfeccionó la elegancia de la forma variando las dimensiones de los instrumentos y logrando esa sonoridad prodigiosa en la que confluyen las esencias de todos sus predecesores: fuerza, dulzura, poder y expresión.

Veinte años de revolución

Los instrumentos que construyó entre 1680 y 1700 responden a modelos alargados y ligeramente más estrechos de lo que indicaba la tradición hasta entonces. A partir de 1700 Stradivari ya no hizo más experimentos. Su volumen de negocio crecía cada día, y trabajaba con la satisfacción de haber alcanzado un nivel de perfección desconocido hasta entonces e insuperable hasta ahora.

Dos de sus hijos le acompañaban en su taller, al igual que otros empleados y aprendices más durante la que fue su época de oro, que se considera que abarcó los veinticinco años siguientes. Durante esta etapa, Stradivari era con diferencia el luthier más solicitado del momento y frecuentemente acudían a su bottega de Cremona los embajadores de diversos reyes europeos para encargarle instrumentos para sus orquestas.

Entre ellos Felipe V, para quien el maestro confeccionó el maravilloso quinteto del Palacio Real de Madrid compuesto por dos violines, viola y dos violonchelos que muchos expertos coinciden en calificar como los mejores del mundo.

Se sea o no devoto de la música, un viaje a Cremona merece la pena para vivir la experiencia de encontrarse con la realidad de este delicado oficio días y pasmarse ante la minuciosidad de su trabajo. Estos artesanos con alma de artistas que trabajan aquí y que no suman más de 150 tienen sus bottegas repartidas por toda la ciudad, llegan de cualquier parte del mundo como si hubiesen escuchado en su interior una llamada. La de un arte que les dirige directamente al único lugar en el mundo en el que ya en el siglo XXI, el que tanto daño está haciendo a su oficio con la industrialización masiva, se pueden dedicar dignamente a consumar su sueño de continuar con la fabricación artesanal de instrumentos tal y como hacía Stradivari más de dos siglos atrás. Muchos se forman durante cinco años en la Scuola Internazionale di Liuteria, ubicada en Cremona desde el año 1937, cuando se cumplió el segundo centenario de la muerte de Stradivari.

Después, la gran mayoría regresan al terminar sus estudios a sus lugares de origen para establecerse como restauradores, un trabajo que tiene mucha más demanda. Los que se quedan lo hacen para sumergirse en una rutina que está marcada por otro ritmo, el que dictan las más de dos mil horas que precisan sus manos para obrar el milagro de convertir unos pedazos de madera en una obra de arte con voz propia, y acaso para soñar alguna vez con que han desvelado el secreto de Stradivari y que dentro de un tiempo sus violines sonarán como uno de los suyos, o de Amati, o de Guarnieri dell Gesú.

Devotos del arte en su estadio más sublime, su primer mandamiento es amar la música por encima de todas las cosas puesto que esa fue también la máxima de Stradivari. Si no, de qué otra manera podría pasar un año entero trabajando en las 90 piezas que componen un violín. O viajar a Bosnia y a Montenegro de vez en cuando a elegir palpando los troncos de madera de arce que convertirán en los fondos de sus violines. O enfrascarse durante días en la elaboración de su propio barniz a partir de resinas. Y cómo si no podrían entregar sus violines terminados a sus clientes a sabiendas de que están vendiendo con él una parte de su alma con las mismas bombatura, formas y medidas que las del maestro Stradivari.

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