Zubin Mehta y Martha Argerich en el Colón: la emoción del reencuentro y el comienzo de una despedida

El gran director de origen indio condujo a la Orquesta Filarmónica de Israel en un concierto memorable, el primero de una serie de cuatro en Buenos Aires, que forman parte de su última gira. Por su parte, la inigualable Martha Argerich interpretó el “Concierto para piano” de Robert Schumann. Los detalles de una velada emotiva e inolvidable

El sábado tuvo lugar el primero de cuatro conciertos con los que Zubin Mehta se presenta en Buenos Aires al frente de la Filarmónica de Israel. Se trata de su última gira antes de abandonar la dirección de un organismo al que estuvo ligado durante casi 60 años. (Mehta dirigió la Filarmónica de Israel por primera vez en 1961 y, desde 1981, se desempeñó como su director vitalicio; próximamente, lo reemplazará el joven Lahav Shani, nacido en Tel Aviv en 1989.)

El emblemático director entró al escenario del Colón ayudándose con un bastón. Acusa en su andar los problemas de salud con los que viene lidiando los últimos años, sin que éstos afecten la calidad de sus interpretaciones. El público, de hecho, lo ovacionó antes de que la orquesta emitiera una sola nota. Es que, desde hace décadas, Zubin Mehta mantiene una relación entrañable con el público argentino. La historia se remonta al año 1962, cuando el maestro indio debutó aquí dirigiendo la Sinfónica del Estado en la Facultad de Derecho. Cuando volvió diez años más tarde, ya lo hizo al frente de la Filarmónica de Israel. Retornaría dos veces con la Filarmónica de Nueva York: en 1978 y en 1982. En 1987 dirigió un concierto al aire libre que congregó a casi cien mil personas.

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La función del sábado en el Colón comenzó con el Concertino para orquesta de cuerdas de Ödön Pártos (1907-1977). Violinista y violista, todo un prodigio desde niño, Pártos nació en Budapest; pertenecía a una familia de judíos asimilados. Estudió en la Academia Franz Liszt, donde fue alumno de composición de Zoltán Kodály. En 1938, Bronislaw Huberman lo convocó para desempeñarse como primer violín de la Orquesta de Palestina, más tarde rebautizada Filarmónica de Israel. Entre otras cosas, fue director de la Academia de Música de Tel Aviv y el primer músico en ganar el Premio Israel en 1954.

Pártos compuso una serie de obras que sentaron las bases de la nueva música israelí; más tarde, también experimentaría con el serialismo y la microtonalidad. El Concertino, sin embargo, todavía se sitúa dentro de la estética modernista que cultivaba antes de emigrar a Medio Oriente. Es un arreglo de su Cuarteto Nro 1, una obra de 1932, y consta de un solo movimiento que dura unos ocho minutos. Esta pieza temprana evoca la música de Béla Bartók: comparte la aspereza de sus disonancias, sus giros modales y su rítmica incisiva. Requiere una ejemplar precisión en los ataques y claridad para dar cuenta del contrapunto imitativo: a Mehta le bastaron parcos movimientos de su batuta para lograr una performance óptima.

A continuación, llegó la esperadísima presencia de Martha Argerich. La pianista ajustó la altura del taburete, con un ademán se retocó su alborotado cabello y abordó sin mayores preámbulos el Concierto para piano en la menor, op. 54, de Robert Schumann. A partir de ese momento, los músicos permanecieron atentos a cada una de las inflexiones de su impredecible fraseo. En una obra donde el piano está tan entrelazado a la escritura orquestal, ella devolvió esa cortesía dirigiendo la mirada a los instrumentos con los que, en cada caso, fue dialogando.

Pocos intérpretes pueden abarcar la amplitud expresiva que exige Schumann. Alternativamente apacible o turbulenta, Argerich es la traductora ideal del desasosiego romántico del compositor alemán. Concebido originalmente como una fantasía, el primer movimiento del Concierto explora contrastes anímicos que van desde el énfasis dramático hasta un suave lirismo donde todo conflicto parece evaporarse. (La cadenza reelabora los temas de ese Allegro inicial sin que nada remita a un virtuosismo vacío: Argerich le imprimió un carácter ensimismado, tocándola más como quien se habla a sí misma que como alguien impaciente por demostrar sus destrezas.)

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El intermezzo que sigue plantea un juego de preguntas y respuestas entre piano y orquesta: Martha Argerich lo abordó con picardía, pero también con deliberado recato, con una suerte de discreción emocional. Por su parte, los chelos aportaron su cuota melódica con delicadeza inhabitual. Mediante sólo seis compases de enlace, el intermezzo desemboca en el movimiento final, de carácter festivo. Aunque está escrito en 3/4, no cesa de flirtear con un ritmo binario: nadie mejor que Argerich para distribuir los acentos de la rítmica compleja de Schumann y reasegurar su brillantez. (La sobreabundancia de sus recursos volvió irrelevante alguna que otra nota en falso.)

Luego de un intervalo, el concierto terminó en clave campestre con la Sexta Sinfonía, op. 68, de Ludwig van Beethoven, una obra cuyo sentido remite en principio a elementos ajenos a la música misma. Beethoven pone en escena una amplia gama de sentimientos bucólicos, desde la alegría de despertarse en el campo hasta la gratitud que experimentamos cuando reaparece el buen tiempo después de una tormenta. Es la única sinfonía del compositor cuyos movimientos están provistos de títulos descriptivos y, ya desde la época de su estreno, provocó las dudas: ¿hay que entender esas etiquetas de modo literal? ¿O más bien la imitación de la naturaleza que la sinfonía propone es meramente alusiva? Por lo demás, nada impide escuchar la obra como si se tratara de «música pura»: una sinfonía donde la «escena junto al arroyo» ocupa el lugar del movimiento lento y la «animada reunión de campesinos» la posición del scherzo.

Ya desde el principio, Zubin Mehta dejó en claro el sentido de su interpretación. La obra comienza con un motivo que se interrumpe con una fermata en el cuarto compás, antes de reanudar su marcha (N. del R.: la «fermata» es un signo que, indicando un punto de reposo, alarga la duración de las figuras musicales que afecta). Mehta se detuvo allí lo mínimo indispensable, como si lo fundamental fuera recomenzar el discurso musical y asegurar la fluidez del tempo. De manera consecuente, decidió suavizar los acentos dinámicos.

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El segundo movimiento discurrió de modo idénticamente fluido: una caricia para los oídos, en donde Beethoven se revela como instrumentador sutil y visionario. Al episodio aldeano que llega en tercer lugar, Mehta le aportó una estilizada rusticidad. Y, al momento de conjurar los relámpagos y la tormenta que preceden al final, lo hizo sin forzar la sonoridad ni caer en el sensacionalismo meteorológico (las cuerdas y el timbal ejecutaron los trémolos con precisión, no como un borroneo indeterminado). Finalmente, Mehta comprendió que el himno final de los pastores tal vez represente el clímax de esta obra tan diáfana: sólo allí el director se permitió ser más expansivo y más enfático.

En todo momento, el director indio dirigió con gesto lacónico pero imperativo. El fraseo que logró transmitir a la orquesta fue ligero como una brisa. Cuidó que el sonido se mantuviera siempre terso y aseguró la transparencia de las texturas (la independencia de las dos filas de violines, por ejemplo, que en la partitura intercambian a menudo la voz cantante; o la claridad de las líneas melódicas más graves). Por esas razones, su versión de la Sexta Sinfonía quedará en la memoria de quienes la escuchamos. Bajo su escrupulosa batuta, la obra reafirmó su pertenencia a la Modernidad y a sus experimentos con la paleta tímbrica, no al museo de las solemnidades románticas.

Resta comentar los bises. En la primera parte, Martha Argerich nos regaló dos minutos de intimidad schumanniana. Interpretó De países y hombres extranjeros, el número inicial de las Escenas infantiles, op. 15: una pieza para principiantes que, en sus manos, se revela como un modelo de profunda retórica. Luego de la Sexta Sinfonía, Zubin Mehta convocó el espíritu de Mozart y ofreció una amena versión de la obertura de Las bodas de Fígaro. Fue como estar otra vez expectantes al comienzo de una función, justo antes de que el telón se descorra. Pero, lamentablemente, el concierto había llegado a su fin.

* El maestro Zubin Mehta, al frente de la Orquesta Filarmónica de Israel, volverá a presentarse en el Teatro Colón con dos funciones: el 29 a las 20:00 (concierto extraordinario, con obras de Mahler y Haydn) y el martes 30 a las 20:00 horas (música de Beethoven, Reinecke y Ravel). Más información en:

http://www.teatrocolon.org.ar/

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